Crónica de viaje: "AUNQUE ME ES-QUIVES ME EN-CANTA"

viernes, 12 de noviembre de 2010

Aquí parados en el centro de la plazoleta, mirando el cielo, tan azul como el océano más virginal, nos hallamos inmersos en la estupidez de sentirnos insignificantes, el firmamento es magnífico, aquellas nubes de formas risueñas y hasta un poco alucinógenas, nos descubren que tan lejos estamos de la mediocre vida citadina, donde el furor por el ruido y el humo tóxico de los vehículos (entre otras cosas) nos atolondran cada vez más. Ahora bien, el tránsito de la ruidosa Lima a la cálida Canta, pasando por Quives, es una odisea que bordea lo horrendo – para los que no estamos acostumbrados a la estancada cultura chicha – es una experiencia casi vomitable, por momentos, aunque llega a ser hasta hilarante, dependiendo del cristal con el que se le mire.

Empezaré por la distancia – en horas – porque si hablamos de kilómetros y números exactos, vagamente podré defenderme (…), en fin: la partida, San Miguel (Lima), la llegada: Canta (Lima), lo que tardaremos en llegar hasta aquel destino es realmente digno de agotamiento, no por el hecho de ser una zona distante y lejana de la capital de los reyes, sino que simplemente, los intermediarios a los que uno debe recurrir para llegar a su destino, son inviables.

Abordar aquella camioneta rural tipo “combi” para cubrir completamente su recorrido de punta a punta es el más puro sadomasoquismo para nuestras mofletudas nalgas ciudadanas, pero, ¡Qué nos queda! El tramo en dicho medio de transporte tercermundista es, desde las intersecciones de la Av. Universitaria con la Av. La Marina (San Miguel) hasta el km 22 (Carabayllo). Ya desde el trayecto, una puede vislumbrar que el panorama se transforma frente a nuestros ojos. La apariencia de las fachadas de las casas, el ornato de las calles, el ambiente gris como aquellas ratas de desagüe que rodea a las edificaciones limeñas, entre tantas cosas más, sin embargo, ¿a quién podríamos culpar por deteriorar la belleza de esta ciudad tan añeja o tal vez por estancarla? Y digo esto, porque realmente es preocupante ver el estado en el que algunos distritos se encuentran, tan descuidados y olvidados por el burgomaestre de turno, es una calamidad de la que me siento avergonzada, porque para llegar a tan hermosa ciudad (Canta), tienes que pasar (la gran mayoría) irremediablemente por tan desastrosos distritos (con el perdón de los habitantes que se sientan aludidos) hasta aquel paraje casi nupcial.

Que envidia he de sentir, al comparar nuestras humildes trochas peruanas (que pretenden ser carreteras cuidadosamente asfaltadas) con aquellas hermosas autopistas europeas, estadounidenses, o tal vez, alguna que otra carretera vecina sudamericana, donde el traslado de un lugar a otro, se realiza sin sobresaltos. Por momentos, no creía lo que mis ojos veían. Sabernos en medio de este ambiente hostil (en términos de crudeza) me recordó y trasladó por unos instantes, a aquel paraje desértico de las ciudades árabes (que sólo conozco gracias a las películas, fotografías, etc.), donde el terreno es agreste, color arena, donde todo alrededor, es una polvareda para nuestros sentidos, es realmente alucinante sentirse extranjero en tu propio país, observar que aquellos cerros, aquellas piedras estancadas en la miseria, pertenecen a este inmenso paraje natural que llamamos Perú (…). Sin embargo, a lo largo del trayecto, el valle del río Chillón, nos muestra el sendero a seguir. La vegetación se hace presente, salpicando de verde aquellos cerros inmaculados que ocultan tras de sí, a aquellas nubes virginales que aún no han sido contaminadas por el debacle de la civilización, y que además, sirven de perfecto escudero de esa estrella enana incandescente que solemos llamar sol.

La brisa veraniega, esa sensación de sentirme insignificante, enfrentando frente a frente a la naturaleza, mientras trato de buscar entre mi baúl emocional de recuerdos: ¿cuándo fue la última vez que me sentí de ésta manera? Tan hippie, tan informal. He dejado que aquella ráfaga de libertad, me someta a sus dominios, me transporte por unas horas, minutos, segundos, hasta aquel destino que me espera y que, yo no he aprendido a esperar. Quives, casi un adjetivo universal para la tabogana: Isabel Flores de Oliva. Aquí comienzan sus dominios. Lugar inmaculado para personas devotas, que con fe y entusiasmo, acuden en demasía hasta este recinto de apariencia humilde, de construcción medianamente estancada en la arquitectura olvidada, donde la textura y el color del barro, envuelven por completo el panorama. Donde el calor, somete cruelmente aquella tierra, que imaginándome con estupor, se verá devastada por miles de millones de pisadas, de peregrinos venidos desde todos los rincones del Perú y el mundo, para conocer in situ, el lugar de residencia de aquella mujer que haya por el año 1671, fue canonizada por el papa Clemente X. Y es que una vendedora que conocimos aquel día, expreso fiel e irónica: “esto el 30 de agosto se vuelve un infierno”.

Mi estadía allí es, fugaz, momentánea. Sólo descubro el panorama a mí alrededor: escasa vegetación, unas cuantas ovejas descuidadas por el tiempo y la antipatía de sus dueños, negocios que por cierto, no tengo la menor idea de cómo logran sobrevivir a épocas donde la población no acude, salvo que sea agosto. Como dije antes, estaba de paso. Pasó el tiempo y me vi nuevamente, dentro de un vehículo en movimiento, rumbo a Canta. Abordarlo fue una penuria casi mortal. El sol abrazante en pleno mediodía, donde, en esa parte de la serranía limeña, el calor es imponente. Apenas pudimos encontrar refugio en un puesto volátil donde venden truchas a la parrilla. Muy amablemente la señora que estaba a cargo del negocio, nos contó que, cada 15 minutos una camioneta se abría paso, rumbo a nuestro destino final y, que tan sólo debíamos esperar tranquilamente su llegada. Exactamente pasaron alrededor de 12 minutos y la bocina de un pequeño vehículo color blanco, se estacionó frente a nosotros. Abordamos rápidamente y nos despedimos de Santa Rosa de Quives hasta nuevo aviso.

El camino no se ha modificado en lo más mínimo. La carretera zigzagueante, el sonido del caudal del río a un lado y la inmensa pared de tierra y piedras que cubre los cerros al otro. 45 minutos después, hemos llegado. Mientras nos estacionamos, descubrimos que el ruido es distinto al que, tan mal acostumbrada estoy en la ciudad capital. Los ingredientes son los mismos: personas, carros, motocicletas, bicicletas, canes de diversa índole y estirpe, personas aquí y allá pero, manteniendo una moderación en sus gestos, en sus locuciones, en sus atenciones, en sus ladridos, en su bullicio. Esta rutina a la que se han acostumbrado me intriga. Cuando bajamos, descubrimos – ni bien pusimos un pie en la acera – que somos el blanco de atención de todas las miradas a nuestro alrededor. No pasamos absolutamente desapercibidos, las miradas entre cruzadas, buscan respuesta en nosotros, quienes incrédulos y tal vez un poco ingenuos, sentimos que no se nos debe prestar tanta atención, ya que sólo somos unos visitantes que estamos de paso y nada más. Al caminar unos cuantos pasos, nos vemos felices de sentirnos – finalmente – en este bello paraje citadino alejado de nuestra monótona vida mundana. Inspeccionamos, cual detectives enviados desde nuestra cosmopolita urbe, todo lo que nos rodea. Hombres, mujeres, niños, fachadas, costumbres, colores, olores, sabores, animales, transporte, vestimenta, nada escapa a nuestra observación minuciosa y casi prejuiciosa.



Un camino empinado, adornado por edificaciones precarias, que aún hoy, mantienen el espíritu de antaño, nos conducirá hasta la plazoleta. Debemos realizar un sobreesfuerzo minúsculo para conseguir llegar con un halo de satisfacción en nuestras bocas. Tal vez las piernas nos pesen un instante, pero vaya que vale la pena molestarse. El silencio envuelve por completo aquel espacio donde se encuentran las principales locaciones de Canta. Hacemos un rápido movimiento circular y vislumbramos que ningún latido se hace presente. Las personas simplemente están no habidas. ¿Es qué acaso ocurrió algo mientras viajábamos rumbo aquí? De repente nuestras miradas se fijan en un pequeño aviso pegado en la puerta del municipio: “hora de la siesta, vuelva luego”. ¿Es que acaso es una broma? Verdaderamente las costumbres en esta ciudad se mantienen, no importa si 3 impertinentes jóvenes intentamos – sin conocimiento de razón y tampoco sin hidalguía para la fuerza – llamar la atención de la gente para lograr lo que vinimos a buscar: información sobre el lugar para organizar un futuro viaje de placer con más personas y mejor estructurado.

Ya que nadie se digna – en un futuro cercano – a brindarnos algún tipo de ayuda, caemos en la cuenta de que este hermoso cielo que nos cubre con su manto, nos pertenece, nos reconforta con su calma, nos hace recapacitar que somos efímeros e ínfimos para el mundo. Mientras nos mantenemos anonadados con el entorno, descubrimos a un transeúnte perfectamente encaminado, que nos hace suponer – correctamente – que la siesta se acabó. Raudos, nos disponemos a salir de nuestro transe moderado, para acudir con prisa hacia el municipio. Saludos de rigor, guardando las composturas. Preguntas entendibles que puedan brindarnos la más sinceras respuestas. Intercambios telefónicos y listos, lo hemos conseguido así que nuestra misión aquí termina. A la salida, el hambre se abre paso entre nuestros organismos. Felizmente hemos venido preparados. Un par de suculentas frituras rojas acompañadas de papas fritas sacian nuestro apetito por el momento. El cielo tan azul como los mares caribeños, rodeados de nubes con formas difusas e irreales y aquella ráfaga luminosa que se posa sobre nosotros, es el momento adecuado para retirarnos. Volvemos sobre nuestros pasos hasta abordar el primer transporte que nos ofrezca regresar con la mayor salvedad y prontitud a nuestra ciudad de nacimiento. Todos los escenarios, los pensamientos, las brisas, los malestares, las miradas, todo se repite hasta el paradero inicial en el cual inicie este recorrido. Fue un día enteramente ajetreado y agotador hasta decir basta, pero lo valió, en serio que sí.

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